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Lo que pasa cuando pasa el Gran Poder

07.11.16 - Escrito por: AR Jiménez Montes @anrajimo

Me reitero poco amigo de las extraordinarias, pero - evocando aquellos días jubilosos de junio en Córdoba, cuando la Virgen de la Sierra llenó el Puente Romano - creo con toda justicia, que lo del Gran Poder estos días otoñales de noviembre ha sido para no dejarlo pasar.

En la tarde del jueves 3 de noviembre comenzaba ese acontecimiento que no deja de sorprendernos, aunque pueda parecer que no hay espacio para la sorpresa con el Gran Poder y Sevilla.

Pues sí, la hubo una vez más.

Todo comenzaba al abrir sus puertas la basílica, en la privilegiada esquina de la plaza de San Lorenzo. Tras el umbral de su doble portada adintelada, se adivinaba ese espacio sacro que quiere ser templo y panteón romano a un tiempo. Y al fondo, en el centro, enmarcado en su retablo, ante un paño carmesí adamascado, emulando tal vez la enseña fernandina, la efigie soberana del Gran Poder se alzaba sobre su paso dispuesto para echar a andar por las calles de su ciudad hasta la catedral sevillana.

Avanza el Señor con paso firme, sin prisa. Cierra sus hojas la puerta mientras repica una sola campaña de las tres de su espadaña, como dando el último toque que llama a una sagrada ceremonia vespertina.

Y entonces llama la atención lo de siempre. Apenas se oyen sonidos que emergen del misterio de un silencio en el que no cabe más inmensidad que la solemne y particular conversación de cada uno con Aquel que viene a redimirnos.

Se hace el silencio ante una obra de arte que recibe, por sí sola, fervor, devoción, emoción y respeto. Silencio que cada madrugada o ante el suave roce de su talón desgastado, los siglos le han venido ofreciendo. Pero también el que, por mor de no se sabe qué inspiración, le supo imprimir aquel maestro de la gubia que se llamó Juan de Mesa y Velasco. Un cordobés exponente universal del mejor barroco andaluz. A veces basta con una sola obra para que un escultor de estas características sea recordado y ensalzado. Y aunque haya otras que dejan huella de su buen hacer, ninguna tan impactante como esta del Gran Poder.

Impactante como estos días de clausura jubilar en la antigua metrópoli. Esa que, desde sus gloriosos tiempos de las américas, sabe hacer del silencio el susurro de una oración. Una oración que parecía emerger de una tarde ya anochecida, mientras dejaba de sonar la campana que, siendo voz de una basílica, sonaba a ermita rural en la plaza de San Lorenzo.

Campana evocadora del sonido de los siglos antiguos, que rompía, de vez en cuando, el llamador del paso y su capataz. Mientras, los trinos tenues del otoño ponían melodía al leve estruendo de otra campana que desde la torre parroquial más parecía tañer con sigilo que repicar a toda vuelta.

Y luego, de nuevo, ese milagro insondable e inaudito: una imagen que avanza como potencia absoluta de lo sublime y vuelve a encontrarse con la ciudad y la gente, con ese pueblo que, ávido de misericordia, reza al callarse emocionado.

El encuentro con su mirada o de su cabeza inclinada, la firmeza de su zancada o el humilde de gesto de abrazarse a una cruz, perfilan la imperfecta perfección de una obra inmortal que va mucho más allá de lo material.

Y sale el Señor de su plaza. Se agiganta el paso, dan las siete y media en el reloj de San Lorenzo y el entorno parece despedirse de quien vive y recibe en aquel sitio. Lo hace sin esconder el orgullo de una acrisolada tarea, noble en sí misma, como es la de ser guardián y custodio del Gran Poder.

Vuelve entonces a sorprender a propios y quizá algo más a extraños, cómo surge de nuevo esa Sevilla Eterna incomprensible e indescifrable que deja, a conciencia, la algarabía de su ser y se sumerge en lo espontáneo de sus silencios. Y se nos muestra lo tremendo de sus tradiciones, que no sabemos si se mantienen por pleno convencimiento o porque así lo mandan los cánones en medio de una belleza que trasciende, por sí sola, el tiempo y el espacio. Y todo envuelto en ese halo de constante universalidad, donde un momento nos ilustra y enseña que, en lo efímero y pasajero, está también la eternidad de lo vivido.

Es lo que pasa cuando pasa el Gran Poder. Al avanzar con el balanceo cadencioso de su túnica morada, se parece al hombre andariego que va sin prisa pero que no quiere pausa. Descalzo y sin detenerse más que lo justo, evoca al peregrino que busca su meta, seguro de contar con el viento favorable que le lleva al mejor puerto, pues bien que conoce su destino, que es el nuestro.

Y ahí es donde el júbilo se llena de misericordia y el arte vuelve a prestar inmenso servicio a la profundidad de un sentimiento, único e inmortal. Nada y todo a la vez, mientras repica gozoso el campaneo de la Giralda al recibir a su huésped un día antes de lo esperado. Y sabe que, por esa lluvia tan ansiada como pedida, podrá tenerlo un triduo, en vez de una tarde y una mañana.

El Gran Poder ha vuelto a dar una lección que no nos debe dejar indiferentes. Quizá Sevilla también. Y para mí que lo más impactante nos lleva a comprender el sentido de un silencio que va mucho más allá del simple vacío de sonidos. Más bien nos muestra un sinfín de significados, absortos como los rostros que contemplan esa imagen desde la espiritualidad profunda o superficial, pero espontánea, de un pueblo que, a pesar de lo que parece, realmente necesita de lo sagrado.

Y con esa unción sacra que tiene el Gran Poder, allí se queda bajo los pilares recios de la más grande obra de la cristiandad, donde la luz y la piedra se dan la mano para llenar ese retablo argénteo que le sirve de fondo en su altar del jubileo de la catedral Hispalense.

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