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Pregón a San Rodrigo, mártir

Asunción y Ángeles y Demonios (IV-V)

De lo inerte

04.03.21 - Escrito por: Alejandro García Rosal

Cae la noche en el viejo cocherón. Todo se ha convertido en una medida pausa. Un sonoro silencio. Oscuridad que es sombra. El tiempo corre pero no pasa. Nuestro segundero vital avanza lentamente pese a todo pero la vida se ha detenido allí porque ya no pasa nada. Ya no pasa nadie.

Una fina tela de araña se adivina donde cuelgan unos arreos para la labranza. Unas viejas mantas que han visto años mejores cubren un altar efímero que se alza sobre patas y zambranas. Dos cubetas de agua absorben la humedad del ambiente para que esta no afecte a la madera que, aún viva, emite un sollozo en forma de crujido de vez en cuando. Es pura física, la madera se dilata y se contrae poniendo un toque de cordura para que nada muera. Alivia así las tensiones de su morfología.

Hay un inquilino. Se trata de un pequeño roedor que alertado por el ruido envela sus orejas y huye. El animal se ha escondido entre cajas de tacos de madera, herramientas y un trillado tallador que mide las voluntades de aquellos que te portan. El silencio inunda de nuevo el oscuro escenario. El animal, con su nervioso y temblón hociquillo se vuelve a asomar más relajado. Pasea de manera rutinaria como cada tarde al caer el sol, ajeno a que lo hace sobre madera sagrada y bendecida por oraciones, promesas y sudor.

Las trabajaderas descansan y añoran al variopinto racimo de personajes que las adoran y maltratan a partes iguales; relajan la comba que los pescuezos han creado.

El patio del molino no tiene trasiego de pasos que ansían su cita anual, aún con la ceniza templada en la frente. El vado que Boabdil acertara a encontrar aquella lluviosa noche en su huida no parece el mismo de siempre. El cansado asfalto abombado por el peso de tanta masa de aceituna prensada que una vez puso a Cabra en el mapa del mundo descansa de talones racheando, de cigarros a medio terminar presos de nervios y prisas. De la bolsa de caramelos de menta del abuelo.

A unos metros de allí, una nave con solera y olor a cera fundida ha cerrado la puerta con un candado tan grande como los años que junta. Latas abolladas, velas que ya han cumplido su función y se doblan con el calor del estío, y una radio cubierta de años reposan en silencio. La arena que pisas, cerero, ha visto años y años de hacer arte en un reposado y anciano ejercicio que ilumina el dolor y la pasión de Andalucía. Una gota de cera ha formado un diminuto carámbano en una vieja lata con chorreones de distintos colores unos encima de otros. El hornillo donde se derriten cera y parafina hace tiempo que no arde. Las mechas se preguntan cómo es que no alumbran con la falta que hace la luz.

Un puñado de gubias tiene el mango gastado y astillado de ser golpeadas. Están marcadas con números con los que alguien pensó alguna vez que estarían siempre ordenadas aunque su tendencia natural es andar a su aire y en cualquier lado de la gran mesa del imaginero. Las lascas de madera, curvadas por la dirección de la veta se agolpan en el suelo. El ritmo sigue al menos, algo más lento pero sigue. La vida continúa emergiendo de entre el cedro y el pino de Flandes. Es un sonido constante, repetitivo y machacón que crea una cadencia que llega a relajar mientras las formas van surgiendo. Las manos, las venas que conducen hasta los dedos, las uñas y las falanges perfectas; las formas hiperbólicas de los músculos, todos conversan entre sí. Hay botes de lacas y colas, algunos con pinceles dentro aún. No están secos por suerte pues esperan cumplir su función esencial en el ensamblaje de la madera hecha vida.
Una túnica blanca y roja cuelga del hueco de la escalera que baja hasta el patio en casa de tu madre. En las largas tardes de Cuaresma donde el sol está bajo dibuja una bonita sombra en forma de capuchón con elegante capa. Gitanillas y helechos conforman la escena. Las mantillas, esas delicadas creaciones del tul y la seda más exclusiva que cubrirán las cabelleras cordobesas zainas de excelencia, aguardan un año más lucir al sol de una radiante mañana de Viernes Santo. Al fondo, el Nazareno bendecirá al pueblo como lo hacía en aquellas mañanas de sombrero negro de ala ancha.

Mi costal es una tela única en el mundo que vela armas antes de la batalla, en una velada que ya se alarga más de la cuenta. Tiene tres dobleces. Tres. Y en medio alberga la morcilla que yo mismo hice, doblándose sobre ella como abrazándola. Mis viejas zapatillas, con su esparto gastado, aún no saben si encaminan el epilogo o se resisten a su llegada.

Hay una tierra fértil que es la de las huertas de Cabra, que este año yerma se queda. Lirios de la Atalaya o el Calvario; nardos, orquídeas o paniculata; claveles y rosas se agolpan en una espera sin sentido.

Es lo inerte aquello sin vida, que no siente ni padece, pero que este año si padece. Lo inerte sin lo cual el milagro no se hace vivo cada año. Los elementos que conforman la particular cofradía de lo inerte se comunican entre ellos porque se necesitan unos a los otros. Igual que nosotros no somos nada sin ellos. Mantienen su particular conversación en la que comparten la pena.

Lo inerte también espera ver un sol radiante de Domingo de Ramos para pisar los mármoles de las iglesias y los adoquines de las calles más señeras y que luzca el dorado que con tanto esfuerzo los hermanos han sufragado. Para que brille la plata de las varas de presidencia hasta deslumbrar a los que aún dudan de la extraordinaria importancia de un comedor social o de un grupo de voluntariado. Para que la elegante luz color tiniebla sea la dueña de la calle San Juan de Dios o Muñiz Terrones, y para que las orquídeas dejen una estela inconfundible de aroma de la Cabra cofrade. Una piña de claveles blancos que adornó una jarra entrevaral en la noche del Viernes Santo aún tiene una función por cumplir. Quizás visite el camposanto por unos días para acompañar la pena del recuerdo que no se olvida mientras quiera el color y la compostura del clavel y el olor impregnado de la cercanía con su Virgen y del recuerdo de su hijo que va debajo.

Y lo escrito, escrito está, que también es inerte la letra que queda negro sobre blanco, mancha el papel al escribir pero se llena de sentires y emocionadas frases de prosa hecha poesía.

Y que el colorado ratón que es el más listo de todos, en su semana de asueto, salga a enamorar entre los jaramagos del Jardinito hasta que encuentre el solaz descanso que se ha merecido, a la espera del regreso de su entretenimiento favorito que es pasear por esas bastas mantas de franjas que tantas mudanzas han visto. Y las túnicas vuelvan a sus armarios, los zapatos a sus cajas y las tiritas al cajón de las emergencias. Y que los recuerdos se agolpen como anécdotas que nos llenan un año entero para renovarlos en ciclo cumplido de nisán a nisán, de primavera a primavera.

Como mágico es soñar cualquier noche de Cuaresma que siendo un crio te despertaban los motetes del Zoilo al llegar al ayuntamiento y dabas un salto de la cama para ir corriendo a ver al Señor.

Esto es lo que se despacha aquí. Esto es Semana Santa.

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